Hemeroteca Esta semana
Nº 606 - 7de junio de 2004

“"La extraña derrota", de Marc Bloch

LA EPOPEYA FRANCESA DE UN MILITAR VENCIDO

La importante labor historiográfica de Marc Bloch pudo en buena medida contribuir a que pasara desapercibido el valor de textos como La extraña derrota, una reflexión escrita entre julio y septiembre de 1940, esto es, poco después de la ocupación de Francia por parte de la Alemania nazi. Pese a que el escritor sobrepasaba los cuarenta años en el momento de iniciarse las hostilidades, y pese a haber conocido los horrores de la Primera Guerra Mundial, Bloch se alistó en el ejército tan pronto comenzó la lucha, y obtuvo un destino en el frente. Allí vivió el hundimiento de las posiciones francesas ante el imparable avance alemán y fue testigo directo de los errores de estrategia cometidos por el mando instalado en París, además de la desorganización e imprevisión que subyacía a una apariencia de disciplina. La famosa línea Maginot, un prodigio de la ingeniería militar según se consideraba entonces, partía del erróneo supuesto de que los blindados alemanes no atravesarían los bosques de Las Ardenas.
La extraña derrota es a la vez el informe riguroso de un militar vencido, una profunda reflexión sobre el compromiso de los ciudadanos con la libertad y, sobre todo, una hermosa obra literaria. A lo largo de sus páginas toman alternativamente la palabra el oficial conmocionado por la fulminante derrota de su país, el prestigioso historiador que fundó junto a Lucien Febvre los Annales d´histoire économique et social y, finalmente, el hombre de letras que antepone decididamente su condición de francés a la de judío, según sostiene expresamente. El texto está redactado como el testimonio de un oficial que vive en carne propia cuanto describe, y de ahí que los capítulos lleven títulos tan significativos, y a la vez tan estremecedores, como los de Presentación del testigo, Deposición de un vencido o Examen de conciencia de un francés. El tono de todos ellos es grave, como corresponde al asunto que tratan, y la actitud del autor no elude en ningún momento la asunción de responsabilidades, sean individuales o colectivas. Destaca a este respecto la angustia de Bloch al interrogarse por la suerte de un motorista al que envía con un mensaje a través de las líneas. Nunca llegó a su destino, y Bloch confiesa sus remordimientos cuando toma conciencia del poder de su palabra de militar: tan sólo por obedecerla, escribe, un muchacho joven es capaz de sacrificar su vida.

La distinción entre el hombre de estudio y el hombre de acción es contestada por el autor de La extraña derrota. A su juicio, nadie está obligado a renunciar a su formación ni a su saber para incorporarse a la defensa de una causa. Antes por el contrario, la cultura adquirida en tiempos de paz resulta de extraordinaria utilidad para el servicio de las armas. Desde esta óptica, resulta difícil suponer que Bloch no repetía la crítica a la escolástica medieval que conocía como historiador cuando, haciendo balance de la estrategia militar de su país, asegura que la peor educación que pueden recibir los cadetes en las academias es la que confunde las palabras y las cosas. En buena medida, ésa pudo ser la causa última de la fulminante derrota de Francia: a fuerza de repetir conceptos y sentencias sin conexión con la realidad, el mando imaginó estar en condiciones de contrarrestar cualquier ataque alemán. Y convertidos en simple jerga sus planes de defensa, la vulnerabilidad del país resultó ser absoluta.

La experiencia de Bloch como historiador se advierte, en segundo lugar, cuando se refiere a la política francesa posterior al Tratado de Versalles. Es precisa mucha lucidez, y a la vez mucho coraje, para reclamar para el propio país -justo en el momento en que es víctima de una humillante derrota- la responsabilidad de "mantener sangrantes los antiguos litigios que nos enemistaban con aquellos a los que acabábamos de vencer con harto esfuerzo". Bloch reconoce que era difícil, por no decir imposible, prever que el nazismo sería la forma en la que respondería Alemania. Pero admite que los franceses contaban con que en cualquier caso habría una respuesta, sólo que daban por descontado que la victoria volvería a caer de su lado, como la primera vez. Esta confianza sin fundamento es la que dirigió las relaciones con Alemania, en las que, siempre según Bloch, el gobierno de París cometió el peor de los errores: no advertir que su falta de apoyo a los partidos democráticos favorecía la causa de los extremistas.

Las reflexiones de Bloch acerca de su condición de ciudadano francés resultan, por último, de una penetrante lucidez, en particular teniendo en cuenta los difíciles momentos en que las escribe. Bloch recuerda lo que aún hoy parece seguir operando en muchos casos como una verdad inamovible: que las "predisposiciones raciales son un mito". La idea de que la humanidad se encuentra dividida entre arios y semitas -según establecería la doctrina que otro francés, Maurice Olender, denominó "la revelación indoeuropea"- no pasa de ser una quimera, aderezada con una jerga que recuerda el lenguaje de la ciencia para mejor disimular su verdadera condición. Bloch se declara francés, solamente francés, y no admite más circunstancia para reivindicar su nacimiento en el seno de una familia judía que una agresión previa por razón de su origen. Llevando hasta sus últimas consecuencias esta aproximación a un asunto que quedará como una de las mayores monstruosidades del siglo XX, el autor de La extraña derrota se muestra fervoroso partidario de conceder protección a todos los alemanes que, perseguidos por su condición de judíos, se unen a la resistencia de Francia contra la ocupación. Pero advierte que identificar sus angustias y sus padecimientos con las de los judíos franceses era, en gran medida, aceptar las premisas de la política de Hitler, aplicadas a su vez por el régimen de Vichy, que ya había iniciado las deportaciones. Para Bloch, era la causa de la libertad la que estaba en juego tanto en Francia como en Alemania. Y, por lo tanto, debía corresponder a franceses y alemanes, en tanto que tales, defenderla.

Las descripciones de los cuartos de banderas en los que los oficiales franceses apilan sin pudor coronas mortuorias antes de que empiece el combate -"una cortesía prematura", dice Bloch con ironía-; la confusión en el instante mismo de desarrollarse la batalla, tan parecida a la descripción de Waterloo trazada por Stendhal; la angustia de los soldados que, atrapados en una bolsa de resistencia frente a los alemanes, otean el horizonte del mar para adivinar la llegada de los barcos británicos que los pondrán a salvo; la despreocupación de la oficialidad por el uniforme como prueba de que la derrota había sido absoluta o, en fin, la descripción de los ataques aéreos, cuya eficacia en provocar el terror entre las poblaciones hace de ellos una de las estrategias más crueles de todos los tiempos, van componiendo uno de los cuadros más completos de lo que supuso y significó el año de 1940 para Francia y para el mundo.

Después de una breve estancia como refugiado en Inglaterra, en la que Bloch y los militares franceses conocen campos similares a los que había padecido los españoles republicanos en la frontera pirenaica, el historiador regresa a su país para incorporarse a la Resistencia. Durante cuatro años participa en el hostigamiento al ejército ocupante, al tiempo que sigue reflexionando acerca de los asuntos que deberá enfrentar la Francia liberada, como la educación o la justicia. En 1944 fue detenido en Lyón y sometido a brutales torturas. Algunos testigos vieron cómo le trasladaban, ensangrentado, fuera de las dependencias de la Gestapo, y durante algún tiempo se ignoró su paradero. Finalmente se supo por otro testigo que había sido fusilado en Trévoux, el 16 de junio de 1944. Al parecer, un muchacho de dieciséis años fue también ajusticiado. Antes de morir, le preguntó al historiador si dolería. Bloch, que había confesado en sus escritos no resistir el sufrimiento infantil durante la guerra, se limitó a contestar, siempre según el testigo: "No, hijo, no duele". A continuación, gritó "¡Viva Francia!" antes de caer acribillado.

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